Fragmentos del corazón de Kate Baskerville. Quincuagésimo primer relato.

Fragmentos del corazón de Kate Baskerville

Londres, a la luz de una vela, una noche sin luna.
Mi amado:
He de confesarte que he escrito estas líneas bajo el tenue parpadeo de una vela moribunda, mientras la noche susurra nombres que no son el mío en tu oído. Cada palabra que deslizo sobre este papel es un suspiro contenido, un grito de quien amó sin ser mirada, de quien fue sombra en el banquete de tu existencia.
Te amé como se ama en los antiguos poemas, con la ternura de un lirio herido y la constancia de la luna, que jamás falta a su cita. Te amé con una devoción tan silente que aprendí a aplaudir tus gestos, aunque no fuesen para mí; a recoger las migajas de tu atención y convertirlas en festines en los salones de mi mente.
Cada mañana me vestía de sonrisas, ocultando en mis mangas los pétalos marchitos de mi espera. Y tú, criatura indolente, apenas notabas el temblor de mis manos al posarse en las tuyas, ni el modo en que mi mirada suplicaba ser tu refugio. Yo me convertí en el eco de una promesa jamás pronunciada.
Fui un jardín que floreció para ti en los inviernos, que perfumó tu desdén, que bordó con hilos de oro los lienzos de tu indiferencia. Pero tú, el más pequeño de los hombres, ocupabas palacios en tu propio reflejo, sin advertir la catedral que en mi pecho edificabas.
Cuán diminuto se vuelve el hombre que no sabe amar a quien le ofrece su alma desnuda. Cuán triste es la historia de quien tolera la existencia de su amor como un espectador tolera una lluvia inoportuna: con fastidio, sin entender que esa lluvia pudo haberle salvado.
Es ya tan tarde que la noche parece un océano sin orilla y, sin embargo, aquí permanezco, prisionera de mis propios pensamientos, de este amor que ha sido mi única patria y mi única condena. Es curioso cómo el corazón, aun sabiendo su ruina, insiste en amar, como el ruiseñor que, aunque sin alas, continúa cantando a una luna que no lo escucha.
Te he escrito más veces de las que mi orgullo permitiría confesar, en cuartillas que el fuego ha devorado y en pensamientos que nunca encontraron voz. Esta es, quizás, la última vez que mi pluma se atreva a pronunciar tu nombre en tinta. Lo hago no porque espere respuesta, sino porque me niego a partir sin dejar constancia de que existí… que fui… que amé.
Te amé como se ama en los antiguos poemas, con esa devoción callada que borda nombres en pañuelos y guarda flores secas entre libros olvidados. Te amé en las miradas robadas y en los gestos mínimos, en las palabras no dichas y en las tardes interminables donde fingías no advertir la batalla que libraba mi alma cada vez que tu sombra rozaba la mía.
He tolerado, sí —tolerado—, la manera en que tu indiferencia se desliza como un frío de invierno por los ventanales de mi pecho. He aprendido a descifrar tus silencios, a llenar con mis ilusiones los espacios vacíos que dejabas en cada encuentro, en cada carta sin remitente, en cada mirada que pasaba de largo.
Fui la constante que jamás solicitaste, el puerto donde podías recalar sin siquiera saberlo. Fui un jardín floreciendo en la penumbra, sin manos que lo cuidasen. Mis manos, amor mío, esas mismas que habrían detenido tempestades por ti, solo recibieron el polvo de tu andar distraído.
Y ahora me encuentro aquí, en la quietud amarga de esta habitación, deshojando los últimos pétalos de una devoción que tú despreciaste como se desprecia una joya en el barro, sin advertir que incluso en el lodo puede hallarse la más fiel de las gemas.
Cuán diminuto se vuelve el hombre que no sabe mirar a quien le ha amado con una entrega tan absoluta, que no distingue en la mirada de esa mujer el templo al que su alma herida podría haber acudido. Tú, el más pequeño de los hombres, te has erigido en tus torres de vanidad, sin advertir que he sido catedral y refugio, río y copa, lumbre y lecho.
Y pese a todo —oh, maldición dulce y cruel—, no puedo odiarte. Qué tragedia la de aquellos que aman sin remedio, que, aun siendo despreciados, conservan en sus pechos una ternura que ni la indiferencia logra marchitar. Te amaré, aunque jamás me hayas sido. Te llevaré en las grietas de mi alma como un perfume antiguo, como un dolor sagrado que no busca curación.
Porque amar, incluso sin ser correspondida, me hizo eterna. Y algún día, cuando el tiempo te arranque las galas de tu orgullo y te devuelva las manos vacías, recordarás —aunque sea un destello fugaz en la penumbra— a aquella mujer que te amó con la fidelidad de los antiguos relatos, que habría incendiado los inviernos por ti y te habría ofrecido su vida como un altar.
Para entonces, yo habré partido. Quizás habré aprendido a quererme, o habré dejado de aceptar tan poco. Pero no te engañes: habrá un rincón en esta tierra, en este tiempo o en otro, donde pagues tus pecados. Pecados obtenidos por no apreciar y valorar lo que ahora está perdido en nuestros recuerdos.


Con ternura que no cesa,
Kate Baskerville


—Transcrito por Angeline Garmald

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