Fragmentos del corazón de Kate Baskerville
Londres, a la luz de una vela, una noche sin luna.
Mi amado:
He de confesarte que he escrito estas líneas bajo el
tenue parpadeo de una vela moribunda, mientras la noche susurra nombres que no
son el mío en tu oído. Cada palabra que deslizo sobre este papel es un suspiro
contenido, un grito de quien amó sin ser mirada, de quien fue sombra en el
banquete de tu existencia.
Te amé como se ama en los antiguos poemas, con la
ternura de un lirio herido y la constancia de la luna, que jamás falta a su
cita. Te amé con una devoción tan silente que aprendí a aplaudir tus gestos,
aunque no fuesen para mí; a recoger las migajas de tu atención y convertirlas
en festines en los salones de mi mente.
Cada mañana me vestía de sonrisas, ocultando en mis
mangas los pétalos marchitos de mi espera. Y tú, criatura indolente, apenas
notabas el temblor de mis manos al posarse en las tuyas, ni el modo en que mi
mirada suplicaba ser tu refugio. Yo me convertí en el eco de una promesa jamás
pronunciada.
Fui un jardín que floreció para ti en los inviernos,
que perfumó tu desdén, que bordó con hilos de oro los lienzos de tu
indiferencia. Pero tú, el más pequeño de los hombres, ocupabas palacios en tu
propio reflejo, sin advertir la catedral que en mi pecho edificabas.
Cuán diminuto se vuelve el hombre que no sabe amar a
quien le ofrece su alma desnuda. Cuán triste es la historia de quien tolera la
existencia de su amor como un espectador tolera una lluvia inoportuna: con
fastidio, sin entender que esa lluvia pudo haberle salvado.
Es ya tan tarde que la noche parece un océano sin
orilla y, sin embargo, aquí permanezco, prisionera de mis propios pensamientos,
de este amor que ha sido mi única patria y mi única condena. Es curioso cómo el
corazón, aun sabiendo su ruina, insiste en amar, como el ruiseñor que, aunque
sin alas, continúa cantando a una luna que no lo escucha.
Te he escrito más veces de las que mi orgullo
permitiría confesar, en cuartillas que el fuego ha devorado y en pensamientos
que nunca encontraron voz. Esta es, quizás, la última vez que mi pluma se
atreva a pronunciar tu nombre en tinta. Lo hago no porque espere respuesta,
sino porque me niego a partir sin dejar constancia de que existí… que fui… que
amé.
Te amé como se ama en los antiguos poemas, con esa
devoción callada que borda nombres en pañuelos y guarda flores secas entre
libros olvidados. Te amé en las miradas robadas y en los gestos mínimos, en las
palabras no dichas y en las tardes interminables donde fingías no advertir la
batalla que libraba mi alma cada vez que tu sombra rozaba la mía.
He tolerado, sí —tolerado—, la manera en que tu
indiferencia se desliza como un frío de invierno por los ventanales de mi
pecho. He aprendido a descifrar tus silencios, a llenar con mis ilusiones los
espacios vacíos que dejabas en cada encuentro, en cada carta sin remitente, en
cada mirada que pasaba de largo.
Fui la constante que jamás solicitaste, el puerto
donde podías recalar sin siquiera saberlo. Fui un jardín floreciendo en la
penumbra, sin manos que lo cuidasen. Mis manos, amor mío, esas mismas que
habrían detenido tempestades por ti, solo recibieron el polvo de tu andar
distraído.
Y ahora me encuentro aquí, en la quietud amarga de
esta habitación, deshojando los últimos pétalos de una devoción que tú
despreciaste como se desprecia una joya en el barro, sin advertir que incluso
en el lodo puede hallarse la más fiel de las gemas.
Cuán diminuto se vuelve el hombre que no sabe mirar a
quien le ha amado con una entrega tan absoluta, que no distingue en la mirada
de esa mujer el templo al que su alma herida podría haber acudido. Tú, el más
pequeño de los hombres, te has erigido en tus torres de vanidad, sin advertir
que he sido catedral y refugio, río y copa, lumbre y lecho.
Y pese a todo —oh, maldición dulce y cruel—, no puedo
odiarte. Qué tragedia la de aquellos que aman sin remedio, que, aun siendo
despreciados, conservan en sus pechos una ternura que ni la indiferencia logra
marchitar. Te amaré, aunque jamás me hayas sido. Te llevaré en las grietas de
mi alma como un perfume antiguo, como un dolor sagrado que no busca curación.
Porque amar, incluso sin ser correspondida, me hizo
eterna. Y algún día, cuando el tiempo te arranque las galas de tu orgullo y te
devuelva las manos vacías, recordarás —aunque sea un destello fugaz en la
penumbra— a aquella mujer que te amó con la fidelidad de los antiguos relatos,
que habría incendiado los inviernos por ti y te habría ofrecido su vida como un
altar.
Para entonces, yo habré partido. Quizás habré
aprendido a quererme, o habré dejado de aceptar tan poco. Pero no te engañes:
habrá un rincón en esta tierra, en este tiempo o en otro, donde pagues tus
pecados. Pecados obtenidos por no apreciar y valorar lo que ahora está perdido
en nuestros recuerdos.
Con ternura que no cesa,
Kate Baskerville
—Transcrito por Angeline
Garmald
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