¿Qué nos quitó la guerra?
Campo de fresas
Tengo los dolores, continuo con ellos. Cada vez los medicamentos son más fuertes y menos efectos me hacen, ya no sé qué hacer. Los efectos de la matanza nos masacraron.
Inicié a recordar la fuente de mis dolores. Éramos el batallón más grande y poderoso de todo el ejército. Fuimos los más importantes y punto clave para el último golpe para ganar la guerra; sin embargo, mis amigos, mis hermanos, la gente importante murió en combate, solamente uno sobrevivió y quedó lisiado. Él me dejó de hablar luego de que le amputaran el brazo. No sé el motivo de su aislamiento total.
Una noche entera estuve de vela. No podía conciliar el sueño, volví a tener insomnio. Sin más, preferí tomar las llaves del carro e irme donde él, mi compañero y amigo. Toda la madrugada hasta el alba estuve manejando hasta la ciudad vecina, recordé el edificio a donde regresó luego de servir en el ejército. Bajé del carro y fui a la tienda más cercana, le compré los cigarros que tanto le gustaban y nos fumábamos.
Entré al edificio y subí por las escaleras, fui de puerta en puerta preguntando por él. Finalmente llegué a la casa de David. Me extrañó mucho la forma en cómo me recibió pues fue muy fría y hostil, incluso para él. Al verlo de nuevo me quedé sorprendido porque le habían cortado su pie izquierdo, su rostro adquirió una tonalidad gris igual que su actual personalidad. Ahora su mirada era una mezcla de enojo o ira y depresión, su sonrisa ya no estaba ahí. Ya no era el mismo David al que conocí en el ejército.
Le comenté si no se acordaba de mí, rápidamente me dijo que no e intentaba cerrar la puerta. Yo se lo impedí y entré para hablar con él. Comencé a decirle cosas personales, cosas que nadie más sabía, ciertas cosas sobrevivientes únicamente entre nuestros recuerdos pues quienes estaban ahí ya estaban en el cementerio. Seguía negando el que me conociera, aunque las lágrimas que estaba soltando me estaban diciendo que sí me recordaba. No lo abracé, jamás le gustó, en lugar de eso, le ofrecí los cigarros para recordar buenos tiempos. Fumamos dentro de su casa; él estaba un poco apenado por lo que hizo, a su último y único amigo que le quedaba vivo. Recordamos ciertos momentos y nos reímos, vi y oí una risa genuina proveniente de él después de tantos años; mi corazón se alegró por verlo feliz.
Sin más, lo tomé de la silla y lo bajé a mi carro en contra de su voluntad. Lo subí de copiloto, puse su silla de ruedas en la cajuela y arrancamos. No tuvimos rumbo fijo hasta que él me dijo que regresáramos al campo de batalla, donde nuestras desventuras y temores se hicieron realidades. Dudé de llevarlo allá, no creía estar lo suficientemente preparado para estar allá, ni él ni yo.
Manejamos durante más de tres horas. Hicimos paradas constantes a gasolinerías. Llegamos a un punto donde tuvimos que desviamos por un camino de terracería. El carro comenzaba a zangolotearse, me recordó a los viajes en el tanque. Seguimos andando sin detenernos a pesar de todo. Mientras iba manejando recordé la batalla, cuando todo era un caos; únicamente teníamos nuestro pelotón, estrategia y nuestra arma, aún recuerdo el pensar "cómo viviré luego de que la guerra termine".
Regresé al presente, habíamos arribado al punto trágico. Pudimos llegar una hora antes del amanecer. Bajé su silla de ruedas y lo trepé en ella. Yo apagué el carro y me quedé unos momentos dentro del auto, David empezó a viajar con su silla de ruedas. Antes de alcanzarle, de la guantera saqué una botella de licor, bebí hasta la mitad para luego seguirle.
Logré alcanzarlo pues el terreno estaba irregular. Nos reencontramos con un par de cascos de la guerra, armas, uniformes rotos y roídos, balas cruzadas, huecos gigantescos e incluso pedacería de automóviles que alguna vez utilizamos, un par de huesos de los dedos o quebrados, la gran mayoría fue polvo. Un poco más adelante vi un campo de fresas. La vida floreció donde la muerte se desató. Tenía un gran nudo en la garganta pues jamás pensé en volver a este lugar.
El amanecer fue apareciendo en el horizonte. Dirigimos nuestros pasos hacia el sol, a donde estaban las plantas de fresas. Las fresas crecían salvajemente, nadie las había cultivado. Y pensar que hace un par de años esto fue un campo de batalla. Me agaché por un par de fresas y le compartí a David. Admirábamos el hermoso amanecer. Llegamos a un punto en donde me confesó que la muerte vendría por él, no sabía cuánto más de existencia tendría en este plano terrenal. No lo miré, pero mis lágrimas dijeron todo. No quería que otro camarada se fuera de este mundo, no con aquel que viví tantas aventuras.
Él, como pudo, me abrazó. No le gustaban los abrazos. Volteé y lo abracé como jamás había abrazado. Nos tuvimos que tranquilizar a pesar de que no podía olvidar el dolor.
Las penas con pan son menos. Y las fresas nos hicieron olvidar momentáneamente aquella pena. No dijimos absolutamente nada, solamente comimos. Todavía recuerdo lo último que me dijo "En donde hubo guerra y gloria, revolución, liberación y muertes; ahora conozco la tranquilidad y eso me apacigua". Fue raro, hasta para mí.
Dieron las nueve de la mañana, le dije que nos fuéramos, pero no me respondía. Me levanté del suelo y lo miré. Volví a llorar desconsoladamente. Murió.
Estaba inconsolable
pues vi morir al último amigo que me dejó aquel conflicto tan idiota. No sabía
qué hacer en esos momentos. La desesperación, tristeza, confusión, nostalgia y
temor hicieron una mixtura de emociones de niveles catatónicos. Tuve que tranquilizarme
para poder pensar con claridad y evitar hacer alguna idiotez. Lo único que se
me ocurrió en esos momentos fue enterrar sus restos en donde lo perdió todo.
Ayudado con rocas
y mis manos inicié a cavar un espacio lo suficientemente grande para que él
pudiera descansar ahí. El sol cambiaba de posición dando su mayor auge, fue ahí
donde acabé de cavar y, con extremo cuidado, dejé el cuerpo de David. Saqué la
cajetilla de cigarros para dejárselos como un último recuerdo, se los dejé en la
bolsa de su camisa. Con el dolor de mi alma y de mis recuerdos le empecé a
lanzarle tierra. Cada puño de tierra era cada uno de los recuerdos recolectados
en nuestros años de servicio y aventuras tenidas…
Finalmente llené
el agujero donde sus restos ahora descansan. Antes de irme del sitio, recorrí el
campo de fresas. Tomé una pequeña fresa y la planté en la tierra recién
empalmada. Dejé la silla de ruedas encima de la sepultura. Subí a mi carro y
arranqué, partí hacia mi casa. Mi alma descansó un poco, pero me seguía
doliendo como si de una herida de bala infectada fuera expuesta a ácido
clorhídrico.
Hoy, a un año
de su partida, regresé al lugar de los hechos. Bajé del carro yendo con flores.
Vi su silla de ruedas y una gran sorpresa. La pequeña fresa que sembré floreció
creando un arbusto tupido de fresas junto a una enredadera que subía por una de
las ruedas de la silla.
Parecía que David seguía aferrándose a esta vida...
Créditos: Doctor Suavecito
Comentarios
Publicar un comentario